Qué está pasando?
Por
Homero Luis Lajara Solá
Juan Orlando Hernández no fue condenado por un tecnicismo ni por una falta menor. Fue hallado culpable por un jurado federal en Nueva York de haber convertido al propio Estado hondureño en una plataforma al servicio del narcotráfico.
La acusación probó que, siendo presidente, protegió rutas de cocaína hacia Estados Unidos, utilizó, según esa condena, fuerzas militares y policiales para custodiar cargamentos, recibió millones de dólares de capos narcos —incluido dinero del cartel de Sinaloa— y empleó la violencia como herramienta política.
No era un político “rozado” por narcos: era parte del engranaje.
El juicio fue largo, documentado y severo. Declararon traficantes ya condenados, colaboradores directos y agentes federales.
Se presentaron rutas, movimientos financieros, comunicaciones y testimonios coincidentes.
La sentencia —45 años de prisión— buscaba dejar un mensaje claro: ni siquiera un jefe de Estado puede usar el poder para blindarse frente a crímenes transnacionales.
Por eso cualquier indulgencia posterior resulta tan grave, porque se desautoriza al propio sistema judicial estadounidense.
Se transmite, según el imaginario colectivo silencioso y meticuloso por temor a cancelación de visas u otra traviesa represalia, la idea de que una condena firme puede ser neutralizada por conveniencia política.
Ese —de acuerdo con la sentencia de un tribunal federal norteamericano— no es un gesto humanitario ni un acto de justicia: es un golpe a la institucionalidad y una señal peligrosa para una región donde la impunidad y la falta de memoria a conveniencia siempre han sido el principal aliado del crimen organizado.
No entiendo nada. ¿Qué está pasando?
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