Cuando el mar era nuestro maestro
Hubo una época —no tan lejana— en la que no existían GPS, plotters digitales ni pantallas que nos dijeran dónde estábamos.
Aprendimos a navegar con el sol, el reloj y una libreta. Allí nació el verdadero olfato marinero.
En plena singladura, en medio de la cinemática del buque —es decir, el movimiento real de la nave considerando rumbo y velocidad— ejecutábamos dos maniobras fundamentales:
Ex meridiana: Un cálculo de posición usando el sol poco antes o después del mediodía. Con el sextante medíamos el ángulo entre el astro y el horizonte, y con tablas e instrumentos obteníamos la latitud. Era como preguntarle al sol: ¿Dónde estoy?
Recta de altura. Más compleja. Se medía la altura de un astro (sol, estrella o planeta) y se trazaba en la carta una línea que indicaba dónde estaba el buque en relación con ese cuerpo celeste. Uno no sabía el punto exacto, pero sí que estaba en algún lugar de esa recta. Con dos o más rectas, aparecía la posición. Pura geometría… en medio del mar.
Esa era la escuela donde se templaban los comandantes, con lápiz, paciencia y horizonte.
Porque el que aprendió a hallar su rumbo mirando al cielo nunca dependerá de una batería ni de una señal de satélite. Podrán fallar los equipos, pero jamás el criterio.
Navegar no era seguir una línea digital, era descifrar el lenguaje del universo.


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