miércoles, 4 de junio de 2025

Cuando el Honor Se Pone de Pie De mi bitácora personal




El Leño Pinto Digital


Por 

Homero Luis Lajara Solá 

Al caer la tarde del 27 de febrero de 2009, tras concluir el desfile militar, el Presidente de la República— finalizando un show aéreo brasileño— me dio instrucciones directas: asumir el mando con carácter de inmediato de la entonces Marina de Guerra. 

A partir del 28 de febrero, me dediqué sin reservas —en cuerpo, mente y armas— a esa misión. Fueron más de seis meses sin un solo día de descanso, incluyendo fines de semana, entregado por completo a rescatar la moral, reorganizar las filas, levantar la disciplina, y fortalecer la educación, la capacitación, la listeza operacional y, sobre todo, la dignidad del marino y su familia. Ese componente silente y esencial que siempre ha sido el ancla invisible de la institución.

El 7 de septiembre de ese mismo año, salí por primera vez a mediodía de mi despacho para atender un asunto personal: era el cumpleaños de mi hijo Luis Homero. Me dirigí a una tienda de juguetes en busca de un regalo. Mientras observaba algunos artículos, una señora se me acercó:
—¿Usted es el jefe de la Marina de Guerra?
—Sí, señora.
—Pero… no tiene guardaespaldas.
—Estoy cumpliendo una misión como padre —respondí.

Conmovida, me compartió que su hijo era oficial naval. Que, sin haber renunciado, evitaba vestir el uniforme blanco. Le daba vergüenza, por los escándalos y la degradación institucional que habían golpeado el cuerpo naval, en especial el caso Paya, donde oficiales incluso asesinaron por vínculos con el narcotráfico.
—Pero dos meses después de usted asumir —me dijo—, mi hijo se volvió a vestir de blanco. Lo hizo por convicción, no por orden. Porque volvió a creer.

Le pregunté su nombre, y la señora, con dignidad, me respondió:
—Prefiero no decírselo. Porque el valor de lo que le he contado está en lo que representa, no en quién lo vivió.

Hasta hoy, no sé quién fue ese oficial. Pero sí sé que su gesto simboliza algo mayor: la recuperación del honor no se proclama, se inspira.

Para no ser injusto ni juez de nadie, con el tiempo he llegado a pensar que mis antecesores quizá tuvieron intenciones bienintencionadas. Pero fueron desbordados por circunstancias complejas, por entornos que escaparon a su control, y —entiendo— por personas en quienes confiaron y que terminaron defraudándolos.

Hoy, al ver que los capítulos más oscuros han quedado en el olvido y que incluso algunos con desempeños que deben ser evaluados—sin excepción—son mostrados como figuras ejemplares, rescato este fragmento de mi bitácora no por vanidad ni reclamo, sino como advertencia institucional: la cadena del honor no puede volver a romperse.

Seguir vistiendo  de blanco no es un acto superficial. Es un acto de fe, de compromiso y de redención. Es recordar que, pese a todo, la Armada sigue siendo una profesión honorable. Y mientras existan marinos capaces de mirar de frente al timón del deber, esta institución seguirá navegando con dignidad.

Porque el uniforme blanco no sólo se viste… se honra.

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