En el hogar y la Escuela Naval, aprendemos que no basta con obedecer órdenes: hay que aprender a conocerse a uno mismo, a gobernar el propio buque interior en medio del oleaje moral.
El Leño Pinto Digital
Cápsula naval
Por Homero Luis Lajara Solá
En la vasta travesía de la vida, hay tormentas que no se afrontan en el mar, sino en el alma.
Fedor Dostoyevski, uno de los más grandes timoneles de la literatura universal, escribió Recuerdos de la casa de los muertos, no desde una biblioteca, sino desde los confines helados de una prisión en Siberia, donde fue confinado por atreverse a pensar distinto.
Allí, entre criminales y cadenas, no perdió la brújula: la recuperó. Porque entendió que el dolor, cuando no se deja corromper por el odio, puede ser una escuela silenciosa de redención.
Este libro, más que una narración carcelaria, es una bitácora de lo humano: de cómo, incluso en el presidio, algunos hombres conservan la dignidad como si llevaran el uniforme de su conciencia.
Es una lección sobre la libertad interior, sobre el respeto al otro, sobre cómo se forma el carácter no solo entre honores, sino también entre privaciones.
En el hogar y la Escuela Naval, aprendemos que no basta con obedecer órdenes: hay que aprender a conocerse a uno mismo, a gobernar el propio buque interior en medio del oleaje moral.
Por eso, leer a Dostoyevski es como afinar el sextante del alma.
Nos enseña a mirar a los hombres no por sus fallas, sino por su capacidad de cambiar.
Zarpe en la lectura de Recuerdos de la casa de los muertos. Y recuerde: quien no navega en libros, fácilmente naufraga en la ignorancia.
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