Alejandro Magno jamás dio una orden sin estar dispuesto a ejecutarla él mismo.
El Leño Pinto Digital
CÁPSULA NAVAL
Por Homero Luis Lajara Solá
En la vida militar se aprende que una orden que no puede cumplirse ni supervisarse, simplemente no debe emitirse.
Desde lo más elemental —como un letrero de “No estacione”— hasta las maniobras más complejas de combate, toda instrucción debe tener sustento, claridad y fuerza de ejecución.
Cada vez que una señal es ignorada, cada vez que un espacio reservado para la disciplina —como una parada de autobús o una vía de emergencia— se convierte en tierra de nadie, se remonta la fragilidad del insustituible principio de autoridad.
Alejandro Magno jamás dio una orden sin estar dispuesto a ejecutarla él mismo.
Cuando sus soldados dudaban, desmontaba del caballo y avanzaba a pie al frente de sus falanges.
Sabía que sin autoridad respetada y ejemplar, el ejército más formidable podía volverse una muchedumbre errante.
Y cuando esa autoridad se cuestiona a la luz del día y no hay reacción desde el puente de mando, el efecto es demoledor: nace la duda, se resiente la obediencia y la moral de la tripulación comienza a escorar peligrosamente.
En tiempos de tempestades, el liderazgo no puede vacilar.
Porque sin respeto a la orden, sin coherencia en el mando, ninguna embarcación —por blindada que esté— podrá mantenerse a flote.
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