El Leño Pinto Digital
Cápsula Naval
Por Homero Luis Lajara Solá
En cada bitácora del alma marinera debe haber una ruta trazada por la imaginación.
Robert Louis Stevenson, el artífice de La isla del tesoro, no sólo escribió sobre piratas y mapas ocultos, sino que nos enseñó que navegar no es solo cuestión de brújulas y vientos, sino también de coraje interior.
Stevenson convirtió la mar en metáfora: un espacio sin fronteras donde se baten a duelo el deber, la tentación y el miedo.
Jim Hawkins, su joven protagonista, no era un guerrero ni un capitán, pero en cada ola encontró una lección: que el valor no se hereda, se elige; y que la lealtad, como el ancla, es lo único que impide que naufraguemos en medio del caos.
Leer a Stevenson es izar velas con la mente y lanzarse al abordaje del pensamiento.
Cada párrafo suyo es una vela desplegada hacia la formación del carácter, hacia ese océano donde se forjan los oficiales íntegros, capaces de resistir tempestades morales y de mantenerse firmes, incluso cuando la tripulación duda y los cañones callan.
Porque la mar no necesita héroes de leyenda, sino navegantes con conciencia.
Y la literatura, como la mar, forma marinos cuando se lee con el alma.
Stevenson no escribió sólo aventuras, escribió brújulas.
Por eso, que cada oficial en cubierta recuerde: no basta con conocer las cartas náuticas, hay que leer también las del espíritu.
Porque todo verdadero marino debe saber que el mayor tesoro no está en una isla remota, sino en el honor con que se navega la vida.
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