
Por David Paredes
Nadie me obligó a estudiar esta profesión. Fue mi elección, mi uso del albedrío. Mi facilidad con la prosa (modestia aparte) y mi apego a la lectura fueron justificaciones suficientes para matricularme en la Universidad Autónoma de Santo Domingo, con la ilusión de aprender un oficio digno, propicio para servir, excitante y respetable: comunicación social mención periodismo.
Pero el tiempo me ha desengañado y me ha hecho ver que la realidad del medio en que ahora me gano la vida, es otra.
Aprendí que el periodista no es un héroe, ni un paladín de la justicia con prestancia social y ungido con el respeto que conlleva su labor. No, ni cerca.
Aprendí que el periodista no es lo que imaginé, sino un ciudadano iluso que cree servir a una causa justa, que alucina creyendo estar investido con poder y prerrogativas; cuando en cambio, no es más que un tonto útil que, consciente o no, se mueve al compás de los hilos que manejan los sectores de poder de nuestra nación.
Es un simple empleado, un peón, un vasallo que sirve al mantenimiento del status quo y a veces ni cuenta se da de ello, puesto que nos han adormecido con la atractiva mentira de que somos “el Cuarto Poder”.
Aprendí que aquello que los periodista vendemos como “noticia”, no es más que fiambre, letra muerta, sin ninguna significación genuina para los verdaderos intereses del pueblo, una ambigua apología a favor de los intereses de unos y en contra de otros, disfrazada siempre de “imparcialidad”. Egresamos de las escuelas de periodismo sólo para perseguir como autómatas las vanas declaraciones de los que cada cuatro años se turnan para saquearnos, las perversas acotaciones de los poderosos empresarios que a cada segundo nos estafan y las insípidas aseveraciones de todos aquellos a los que la patria les importa un bledo. Basta leer entre líneas los titulares de los periódicos, para darnos cuenta de esta incomodad verdad.
Aprendí que para otros, el periodismo es la vía más expedita para hacer del chantaje y la extorción su modus operandi, disfrazando con tinta y papel su execrable habilidad para hacer dinero turbio y vendiendo al mejor postor sus “servicios profesionales”. Son mercaderes de la información, maestros de la compulsión y mercenarios de la palabra. Son la vergüenza del oficio, oprobio de la sociedad, cuyos exiguos escrúpulos le permiten llegar a casa y ver a su mujer y sus hijos a los ojos sin ruborizarse, pese a que ha prostituido el oficio que les da de comer.
Aprendí que nuestra profesión es la más irrespetada y vulnerada de todas. La razón es simple: cualquiera que sepa recitar las vocales, se cree capaz de ejercer como periodista. La Libertad de Expresión ha hecho olvidar a muchos aquello de que “zapatero a tu zapatos”. Un ingeniero o un abogado pueden ejercer el periodismo, pero un periodista ni lo uno ni lo otro.
Aprendí que, al fin y al cabo, nuestra subestimada profesión es digna y merece respeto, pero que el respeto y la dignidad deben empezar “por casa”, renunciando a ser tontos útiles, dejando de ser mercenarios de la palabra y siendo reverentemente celosos con nuestro quehacer; porque me rehúso a imaginar otros 5 de abril, Día del Periodista, con la desagradable confusión de saber si quiero celebrar… o acongojarme.
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