Ponerse un uniforme sin haber pasado por el duro proceso de formación, sacrificio, disciplina y temple, no es más que disfrazarse
El Leño Pinto Digital
Cápsula naval
Por Homero Luis Lajara Solá
En la mar de los hombres y de las instituciones, no basta con ceñirse un uniforme para ser un verdadero militar.
El uniforme es apenas la vela desplegada; lo que importa es el casco forjado, la travesía recorrida y las tormentas enfrentadas.
Ponerse un uniforme sin haber pasado por el duro proceso de formación, sacrificio, disciplina y temple, no es más que disfrazarse.
Es como izar una bandera sin haber jurado lealtad al pabellón ni haber entendido el arte de gobernar el timón bajo la tormenta.
Tampoco basta con simplemente atravesar una academia militar si luego no se honra, en la vida diaria, el cumplimiento estricto de los preceptos estipulados en la auténtica doctrina militar: respeto incondicional al deber, subordinación a la ley, lealtad al juramento y entereza ante la adversidad.
El militar no solo se forja en las aulas: se templa en la fragua ardiente del cuartel, en la vida de a bordo, en los puertos extraños, en las noches de guardia y en los zafarranchos inesperados.
Es allí donde el casco se bate contra la mar de la vida real, donde se cincela el temple que da derecho, por mérito y experiencia, a gobernar una nave o a comandar hombres.
Pretender mandar sin haber navegado las aguas del sacrificio ni haber resistido el vendaval del servicio, es tan insensato como confiar el timón de un bergantín a quien jamás ha visto la mar abierta.
La experiencia, el mérito y la fidelidad a los principios no se improvisan: se ganan, día tras día, guardia tras guardia, zafarrancho tras zafarrancho.
Esta es una lección que debe sembrarse con firmeza en el corazón de las generaciones que vienen: la milicia no es apariencia, es esencia; no es adorno, es misión.
No es adueñarse de un uniforme, es llevar en el alma el juramento hecho ante el mástil, mirando al horizonte, con el honor como único norte.
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