“La democracia no existirá en nuestro país mientras no seamos capaces de hacer suficiente conciencia para crearla y par
a que permanezca, dando frutos apetecibles como la libertad, y ésta debe mantenerse a cualquier costo, salvo cuando la democracia quiera degenerar en anarquía”.
-Juan Bosch-
En días recientes, una persona que me hace el honor de leer mis ensayos para este prestigioso periódico, se me acercó para decirme que le llamaba la atención que en algunos de mis escritos me refería al gentilicio dominicano al citar acontecimientos anteriores al 27 de Febrero de 1844, con lo que al parecer, éste tenía la idea errada de que la dominicanidad surgió con el trabucazo de Mella.

Primero, vamos a hablar del significado del término “Dominico”: Perteneciente o relativo a la Orden de Santo Domingo. Y es que ya para 1544, se había generalizado el nombre de Santo Domingo de Guzmán, sacerdote español que fundó la Orden de los Dominicos en el año 1206. Enviado por el papa Inocencio III a combatir a los herejes albigenses o cátaros, contra los que el Papa ordenó una cruzada en 1209. El monasterio fundado por Santo Domingo, en Francia (1206), se convirtió en el centro material y espiritual de su acción.
En ese orden de ideas, indagamos en una relación antigua de los Padres Dominicos, donde se habla de un fray Rodrigo de Labrada, “Santo viejo hijo del monasterio e isla de Santo Domingo”, quien fuera compañero de Las Casas. En esa misma relación se menciona a fray Rodrigo de Vera, quien fuera Prior del Convento de los Dominicos, y del cual se dice: Padre Prior de la Isla y ciudad de Santo Domingo.
¿A qué se debió la adopción del nombre de Santo Domingo para la isla entera? Al constituirse la isla Española en el centro cultural del Nuevo Mundo, el nombre de su capital (Santo Domingo) primó sobre el de la isla, y al hecho de que varias de las instituciones de importancia que fueron establecidas en la Ciudad Primada de América, ostentaron el nombre de Santo Domingo.
Así fue que se estableció aquí la Real Audiencia de Santo Domingo, y cuando se elevó la sede episcopal, se le llamó Arzobispado de Santo Domingo. Además, en la América hispana era costumbre extender a todo un territorio el nombre de la capital.
Herman Cortés dio a la capital del virreinato de la Nueva España el nombre de México. Sin embargo, el nombre de la capital fue aplicado a todo el territorio. En Guatemala ocurrió algo parecido.
El nombre que Colón dio a la isla de Boriquen (no Borinquen), fue el de San Juan Bautista. Luego, Ponce de León fundó la villa de Caparra, y admirado por el puerto lo llamó Puerto Rico, pero la isla seguía obedeciendo al nombre colombino de San Juan Bautista. Con el tiempo se invirtió la realidad, y el nombre del puerto devino en el nombre de la isla, y el de ésta, en el de la capital.
Profundizando con el planteamiento, dominicos o dominicanos son los frailes pertenecientes a la orden de predicadores fundada por Santo Domingo de Guzmán. Dominicano, deriva de Domingo, y con este gentilicio han sido conocidos los naturales de la isla de Santo Domingo. ¿Desde cuándo se usa entre nosotros ese gentilicio? A partir de 1518, cuando en los documentos aparece el nombre de Santo Domingo, alternando con el de española, para referirse a la isla. La primera vez que nuestro gentilicio dominicano apareció impreso, fue en una Real Cédula de 1621. Luego apareció en el texto de la famosa Novena para implorar la protección de María Santísima, por medio de su imagen de Altagracia, cuya confección estaba fijada para el 3 de junio de 1738.
Luis José Peguero, el primer dominicano en escribir una historia de la isla Española, en 1762, también utilizó nuestro gentilicio. Don Antonio Sánchez Valverde, autor de “Idea del valor de la isla Española”, escrito publicado hacia 1785, también habla de los valerosos dominicanos.
Los habitantes de la parte española de la isla de Santo Domingo, gradualmente fueron tomando conciencia de sí mismos, como pueblo, como nación; y en el 1844 formaron un Estado libre e independiente de toda potencia extranjera, que bautizaron como República Dominicana, nombre inalterable y sagrado, porque salió de labios del Padre de la Patria, Juan Pablo Duarte, cuando fundó el 16 de julio de 1838, la gloriosa Sociedad Secreta La Trinitaria.
El artículo primero de nuestra Constitución siempre ha dicho que: El Pueblo Dominicano constituye una Nación organizada en Estado libre e independiente, con el nombre de República Dominicana. De manera que debemos conocer, y muy bien, el origen de ese gentilicio que crea la cohesión social y sentido de pertenencia que con orgullo proclamamos a los cuatro vientos: ¡Dominicanos, por raza y orgullo!
Se llama principio, aquello que todo lo arrastra tras de sí. Por tal virtud, sin ser expertos en derecho constitucional, es fácil colegir que todo el que nace en la República Dominicana, conforme a nuestra Constitución y nuestras leyes, es dominicano, por ende, tiene una nacionalidad que le crea el vínculo “jurídico” con el Estado.
Para mantener la dominicanidad en alto, que nos costó sangre y sacrificios inmensos, hay que aportar con el trabajo honrado y el ejemplo. Nuestros hijos no merecen vivir en un pueblo que aún no es nación, con un Estado desorganizado y sin visión institucional que, en gran parte de su desempeño, no se enfoca en los objetivos nacionales sino en los objetivos políticos, donde sus gobiernos, en vez de fomentar los valores, sobre todo en educación cívica, generalmente actúan en función a sus intereses partidarios, antes ideológicos, hoy mayormente económicos.
Definitivamente, los dominicanos, con La estela duartiana, debemos formar un Proyecto de Nación bajo la égida de un Estado progresista, con la firme convicción de poder servir a la Patria, sin demagogia ni fanatismo patriótico que caiga en lo irracional, pero siempre firmes, reitero, respetando nuestra Constitución y las leyes, sin aceptar presión foránea, con la proa al progreso, y fortaleciendo día a día, con sentido de grandeza, el Alma Nacional.
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